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Pasen adelante, quítense los zapatos si así están más cómodos.

miércoles, 3 de abril de 2013

Oídos sordos


Todos caminaban de un lado a otro, abstraídos, como zombies. La mayoría trajeados, con su comida metida en una lonchera que cargaban perezosamente, otros con periódicos doblados debajo de un brazo, con noticias de decenas de muertos, el endeudamiento del país, actos de corrupción, violencia, pobreza y anuncios de prostitución camuflajeada, cosas que no lograban tocar casi ninguna consciencia. En una mano el celular y en la otra un vaso de café sobrevalorado, reemplazando a uno casero que no tuvieron tiempo ni ganas de hacer, o simplemente que les daba un status diferente. Iban apresurados, casi corriendo, como si intentaran alcanzar las horas perdidas a lo largo de sus vidas, como si así lograrían recuperar los “cinco minutos más” que le pidieron de tregua al despertador. No volteaban a ningún lado, no veían a nadie más (a menos que fuera su reflejo en un vidrio), no saludaban, ni se detenían a ver el lienzo celeste con más brochazos grises que blancos, ni al sol que de vez en cuando aparecía tras la nube de edificios que los rodeaban y sólo se detenían ante el rojo impositivo de un semáforo. Y parados miraban la hora, para ver si había cambiado desde el último vistazo dado, hace diez segundos. Y desconcertados miraban el semáforo como si con sus poderes mentales pudiesen cambiar su color y evitar el hastío de la espera, para poder reanudar la carrera.

Él, en cambio, era lo opuesto. No corría, no se apresuraba, ni siquiera sabía qué hora era, sólo que era un día nuevo con olor a viejo, supongo que era por tener la misma ropa de hace no sé cuánto. Era uno de esos borrachos de la calle del quien no sé el nombre. Casi nadie se sabe el nombre de los borrachos que duermen en los portales de los edificios abandonados, que se levantan solo a pedir dinero para comprar un botecito más de alcohol etílico; y si lo saben prefieren guardárselo para ellos mismos, por vergüenza o por miedo. ¿Miedo a qué? No sé, habría que preguntarles, tal vez no es por ninguna de las dos razones. Su cabeza daba vueltas, nada se quedaba quieto, ni siquiera esa hormiga muerta que estaba a la par de su almohada de cartón, peor aún con tantas personas pasando frente a él. La embriaguez lo tomó del cuello mientras intentaba levantarse y lo tiró al suelo unas cuantas veces, no estaba para llevar las cuentas de sus caídas. Dejó tirado el poncho que lo abrazó por la noche sobre su cama hecha de concreto y se estiró para desperezarse, haciendo ruidos extraños. Caminó tambaleante unas cuadras, pidiendo dinero a esos oídos sordos con pies, a esos pensamientos de libertad muertos en esas cajas de hueso. Como era de esperar, nadie lo vio.

El gris se apoderó del cielo en minutos, la luz del día tomó una siesta y unas cuantas lágrimas comenzaron a caer del cielo. Una a una, las gotas se suicidaban al estrellarse. Pocos se dieron cuenta desde el principio, otros hasta que ya era muy tarde. Todos corrían, más que antes, buscando un lugar que los salvara de terminar empapados pues nadie llevaba paraguas en una mañana de verano. Él también corrió como pudo, regresando las cuadras deambuladas para cuidar sus pocas pertenencias de la lluvia, se tambaleaba de un lado a otro quedando al borde de caer de cara. Dos cuadras corridas y sus harapos destilaban mugre empapada, su pelo largo (aunque poco) pegado a su cara, uniéndose con la barba negra, con algunas canas, que crecía libre hace meses. Tropezó, dio un par de zancadas y perdió el equilibrio, todo se detuvo. Las gotas dejaron de caer, las personas dejaron de correr y él solo vio lo inevitable, el concreto en su rostro. Cayó sin poder poner las manos, un sonido seco saltó por todos lados, sacando a los demás del trance en el que estaban, torciéndoles el cuello para verlo. Quedó tendido en el suelo, sobre un charco, derrotado.

Sus ojos se agitaban en sus párpados cerrados y su boca mezclaba saliva con el agua de lluvia. El olvido dejó su cabeza y los recuerdos comenzaron a fluir en él, volando uno tras otro. Vio una casa amarilla con portones blancos, un patio verde bien cuidado, con un rosal naranja y una bugambilia que abrazaba la ventana abierta, en la que podía ver a dos personas. El recuerdo se esfumó cuando sonrió. Vio su lugar de trabajo, la silla en la que se sentaba todos los días y tomaba una taza de café mientras leía las noticias en el periódico que había llevado bajo el brazo, en lo que las ganas de trabajar aparecían. Se vio trajeado caminando por la calle de siempre, apresurado por su reloj, ignorando a medio mundo y odiando cada semáforo que lo hacía detenerse. Una sombra pasó frente a sus ojos y toda luz se atenuó. Se vio ebrio en una cantina luego de un pésimo día en el trabajo, su camisa celeste con rayas blancas salida del pantalón y las mangas arremangadas con descuido. La misma escena se repetía una tras otra, con diferente ropa y en algunas en diferente lugar, igual de perdido. Su casa, su trabajo, él mismo, todo estaba desapareciendo en la oscuridad. Una luz lo iluminó desde arriba, estaba hincado con los ojos quebrados en llanto y las ganas de reparar todo retorciéndole el corazón. Sabía que había perdido tanto por ese vicio maldito, pero sabía que quería recuperar toda esa vida que perdió.

Abrió los ojos lentamente, estaba seco, acostado sobre el poncho, en el mismo portal abandonado. Una costra fresca en su frente y el dolor de cabeza que le agrietaba el cráneo. No recordaba nada más que el suelo frente a sus ojos. La resaca le quemaba el estómago, le había exprimido la boca y hacía que la luz del sol lo cegara. Su mente le gritaba los recuerdos que pasaron frente a él mientras estaba inconsciente en medio de la calle, pero no podía oírla, aunque quisiera, la necesidad era más fuerte. Sus manos temblaban descontroladas, sabía que le hacía falta algo, para poder calmar tanta pena. Necesitaba pedir dinero a los transeúntes, necesitaba ese elixir que mantenía a su cuerpo feliz y a sus recuerdos callados. Y como pudo se levantó otra vez, a mendigar a los apresurados, a los oídos sordos con pies.

7 comentarios :

  1. Interesante. Me gusta como describes. Me he caído, me he sentido derrotado y condenado a vivir harapiento y dependiente del dinero regalado. Me he mojado, me ha llovido y me he extrañado por correr apresurado en un día de verano. La historia de esas personas que nos rodean en nuestros barrios o alrededores del lugar donde trabajamos, esas que nos ponen la mano con la esperanza de obtener el cobre que ganamos y muchas veces gastamos en materia que a veces no necesitamos y guardamos en un cajón.

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    1. Y cuántas veces nos hemos hecho los que no oímos, los que no vemos a esas personas que sin la resaca y el hambre son iguales a nosotros. Muchas gracias por tu comentario.

      Saludos!

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  2. Desgraciadamente es una historia que no nos es ajena.Se repite más de lo que quisieramos. La gente necesita ayuda antes de que lleguen a esos extremos.

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    1. Tienes mucha razón. Muchas gracias por tu comentario.

      Saludos!

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  3. Las personas con sus sentidos apagados, atrapados, en la rutina del ayer, del hoy y muy posible del mañana. Por el momento la mejor publicación, a mi parecer. Saludos.

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    1. Y qué nos despierta y nos saca de esa rutina para ver la realidad que vivimos? Esperemos encontrar eso que nos vuelva a la vida. Muchas gracias por el comentario.

      Saludos!

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