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Pasen adelante, quítense los zapatos si así están más cómodos.

martes, 26 de marzo de 2013

Vacío


Sus ojos, café oscuro, casi negros, brillaban a la luz de una candela, la luz danzante que invitaba a las sombras a unirse a la arritmia del baile. Una a una iban cayendo en ese ritual al que no podían resistirse, lo hacían sin siquiera darse cuenta. Unas lágrimas tibias de odio y satisfacción acariciaban sus mejillas, algunas sufrían la muerte dolorosa de soltarse y caer desesperanzadas a la mesa, algunas otras morían al llegar a sus labios y las demás simplemente se secaban con el chiflón que pasaba sin invitación a la penumbra. Un pequeño cuarto, con paredes que alguna vez fueron blancas, que ahora eran una especie de gris por el descuido y la suciedad que las abrazaba. Una mesa al centro, con una pata coja por el desinterés de un carpintero que hizo su trabajo de mala gana al recibir un pago miserable, llena de agujeros hechos por un cuchillo que se ensartaba noche tras noche en ella. Tres puertas nada más, una daba a la libertad de la calle silenciosa, abandonada, donde alguna vez hubo risas de niños mientras corrían de un lado a otro y pasaban las horas hasta que era momento de regresar a sus casas. Esa calle que quedó en silencio eterno desde el accidente de hace diez años, que quedó de luto con él. Otra puerta conducía a un cuarto un poco más limpio y cuidado, con un catre pegado a una de las paredes, unas cuantas latas de comida arrinconadas, un ropero viejo, de cedro, con los espejos quebrados y una lámpara de aceite lista para alumbrar toda la noche, hasta morir de sed, porque ¿quién podría dormir en esa oscuridad?. La última puerta era la del baño, un baño asqueroso.

Una sonrisa, mezcla de felicidad y dolor, se formó en su descuidado rostro de cuarenta y pico años, haciendo una mueca que no parecía humana. Su cuerpo se mecía hacia delante y hacia atrás, hacia atrás y hacia delante, como un metrónomo incansable. Su mente estaba perdida en recuerdos distantes que parecían arrullarlo, pero que sólo empeoraban las cosas. Y allí se estuvo, minutos, horas perpetuas, sentado como un loco, acompañado por su contorno, sonriéndole a nadie. Se detuvo en seco, parpadeó un par de veces como quien intenta ver mejor luego de restregarse los ojos, borró la sonrisa de su rostro y la cambió por un gesto frío que lo hizo parecer una persona diferente. Sacó un cuchillo, el mismo que ensartaba cada noche en la mesa que parecía temblar cuando lo posaba sobre de ella. Lo dejó descansando encima, resbaló sus dedos sobre él, haciéndolo girar lentamente. De la bolsa del chaleco que tenía puesto, un chaleco con estampado de camuflaje como del ejército, sacó una hoja doblada en cuatro, se la habían dejado bajo un teléfono público por el que pasó camino a su “casa”, como todas las demás veces. La desdobló para ver el nombre y la dirección de su siguiente trabajo, esperando que no fuera tan lejos, y de hecho no lo era. La leyó repetidas veces, memorizando los datos que allí aparecían. Dejó la hoja sobre la mesa y clavó el cuchillo en ella.

Se levantó de la silla algo titubeante, le pasaba siempre antes de hacer un trabajo, y comenzó a dar vueltas alrededor de la mesa como un ratón atrapado en una caja pequeña. Sus zapatos, unas botas para trabajo pesado, negras, llenos de suciedad acumulada de meses atrás, resonaban en las paredes y dejaban un rastro de trozos muertos de lodo seco por donde pasaba. Entró y salió del otro cuarto, donde él decía que descansaba, movió la cabeza repetidas veces, estirando el cuello. La cara manchada por las lágrimas de hace un rato, el pelo revuelto y las manos temblorosas preparándose para hacer el mandado. La sombra iba detrás de él menos cuando entraba a ese cuarto, parecía que le tenía miedo a la oscuridad que allí había. Se quedó parado, viendo la hora en su reloj de muñeca, supo que ya casi era momento de irse. Dio un par de vueltas más al rededor de la mesa y se quedó inmóvil frente a ella. Arrancó el cuchillo con fuerza, dejando la hoja donde estaba, lo trabó en la cintura y abrió la puerta que daba hacia la calle. Se distinguía poco, la luna estaba tapada por una gran nube oscura y las luces del alumbrado público eran más tenues que su lámpara de aceite, si es que tenían la suerte de no estar quemadas. Caminó por esa calle que odiaba y amaba, llena de basura a la orilla de las aceras, que había marcado su vida. Pasó frente a la casa en la que solía vivir, que había estado llena de vida y lo había visto sonreír tantas veces, que no era más que un gran trozo triste de carbón y memorias. Y siguió su camino acompañado de su sombra miedosa de la oscuridad, buscando sangre a cambio de unos cuantos billetes que lo mantendrían vivo unos días más.

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