Fue una tarde de invierno como muchas otras, era fría, gris, triste. Nada extraordinaria. Las nubes habían amanecido cubriendo el cielo y con el paso del tiempo se habían oscurecido hasta ser casi negras. El aguacero amenazaba demasiado como para creer que iba a pasar el día sin bañar los techos. De un momento a otro el cielo abrió sus brazos y dejó caer la tempestad sobre la ciudad, librando a las nubes de su carga. La gente en la calle, que yo veía desde la ventana de mi oficina, corría de un lado a otro buscando refugio en cualquier pequeña sombra para tomar impulso y continuar la búsqueda de una sombra mayor que los cubriera por completo. Las calles, y sus tragantes repletos de basura, se inundaron, colapsaron. El tráfico se paralizó por unas horas.