Desesperación. Mi cabeza giraba sin moverse y las manecillas del reloj lo hacían en sentido contrario a lo acostumbrado, mas el tiempo se iba como siempre, como agua, para no volver jamás. El silencio, crudo, rebotaba en mis oídos y sólo dejaba oír ese pitido incesante que causa cuando perfora los tímpanos. Mi saliva se había vuelto pesada, espesa, con un sabor amargo como vinagre. Y mi mente queriendo volar, estaba presa detrás de una ventana que dejaba ver la oscuridad del cielo y ese peculiar tono rojizo de su bóveda.
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